Buenos Aires, 06 Dic. AVN.- Ernesto Guevara en “Alegría de Pío”, el relato que abre su libro Pasajes de la guerra revolucionaria, escribe: “Tendido, disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska”.
En ese incierto instante entre la vida y la muerte, el Che no se encomienda a ninguna de las innumerables formas de Dios; simplemente recuerda un cuento y aunque no recuerda (o al menos, no lo dice) el título de ese cuento, todo indica que se trata de “Encender un fuego”, ese desgarrador relato en el que Jack London describe la muerte de su protagonista: “Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad (…) Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir”.
En 1966, aparece “Reunión”, el cuento de Julio Cortázar que se abre con estas palabras: “Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco de tabaco que se conservaba seco”. “Reunión” rememora lo que Guevara narrara en “Alegría de Pío”. Es interesante advertir de qué manera se articula esta suerte de telaraña literaria: un cuento de Jack London es evocado en un cuento de Ernesto Guevara y a su vez este último texto será la razón de escritura de un cuento de Julio Cortázar. La literatura está íntimamente ligada a la vida del Che.
En Sierra Maestra y en una de las primeras acciones de la guerra de guerrillas, se enfrentará a una disyuntiva feroz: por definitivas razones de peso deberá elegir cargar con la caja de balas o con la caja de medicamentos. No lo duda, deja la caja de medicamentos a un costado del sendero y acomoda en su mochila la caja de balas. Opta por ser soldado antes que médico. Pero no abandona su condición de escritor. Los libros también son objetos pesados, algunos por su contenido; todos por su continente. Sin embargo, desde los primeros días en Sierra Maestra hasta los últimos en Quebrada del Yuro, nunca se desprenderá de ellos: en una de las fotos tomadas en Bolivia se lo puede ver leyendo, encaramado a la rama de un árbol. Régis Debray, testigo de aquellos días, cuenta que “se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor”.
Para el Che, los libros son objetos de primera necesidad. Cuando el 8 de octubre de 1967 cae en manos de las tropas mercenarias, se encuentra en condiciones atroces: viste harapos y anda descalzo, pero atado a su cintura, junto a las pocas municiones, carga su diario de campaña. Era necesario escribir, construir un relato. Y a la hora de elegir un guía y maestro opta por un poeta mayor. El 28 de enero de 1960, pocos días después del triunfo revolucionario, escribe: “Martí fue el mentor directo de nuestra revolución, el hombre a cuya palabra había que recurrir siempre para dar la interpretación justa de los fenómenos históricos que estábamos viviendo porque José Martí es mucho más que cubano: es americano; pertenece a todos los veinte países de nuestro continente. Cúmplenos a nosotros haber tenido el honor de hacer vivas las palabras de José Martí en su patria, en el lugar donde nació”. El mentor de la Revolución Cubana será su propio mentor. Estas frases que pertenecen a Martí, bien podrían salir de los labios del Che: “Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales”.
En el prólogo a Pasajes de la guerra revolucionaria, Roberto Fernández Retamar cita a José Martí: “El arte de escribir, ¿no es reducir?, hay tanto que decir, que ha de decirse con el menor número de palabras posible; eso sí, que cada palabra lleve ala y color”. Ernesto Guevara sabe darle ala y color a su escritura. En el citado libro, leemos: “La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en medio de la desolación”.
A Fidel Castro las narraciones de la guerra del Che le parecen insuperables. Fernández Retamar lo confirma: “Felizmente –dice– para nosotros, será no sólo una de las figuras más deslumbrantes de la hazaña iniciada entonces, sino también su primer cronista (…) En Pasajes de la guerra revolucionaria no son consideraciones intelectuales las únicas que mueven al Che a escribirlo –a escribirlo, por otra parte, en esa magnífica prosa suya, seca y coloquial–. Es también el artista quien lo escribe”.
“Estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber”, escribe Martí en 1895, y el 19 de mayo muere, luchando por la libertad de Cuba, en el combate de Boca de Dos Ríos. Tiene sólo 42 años.
“En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté”, escribe el Che en su última carta a Fidel Castro, y el 9 de octubre de 1967 muere asesinado en Bolivia. Tiene sólo 39 años.
Casi dos décadas antes, en una carta que le escribiera a Ernesto Sabato, Guevara, que aún no era el Che, confesaba haber leído Uno y el universo y señalaba que “en aquel tiempo yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar”. Por aquellos días tal vez ignoraba que ese máximo título se sumaría, con justicia, a todos los otros que definitivamente iba a lograr
En ese incierto instante entre la vida y la muerte, el Che no se encomienda a ninguna de las innumerables formas de Dios; simplemente recuerda un cuento y aunque no recuerda (o al menos, no lo dice) el título de ese cuento, todo indica que se trata de “Encender un fuego”, ese desgarrador relato en el que Jack London describe la muerte de su protagonista: “Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad (…) Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir”.
En 1966, aparece “Reunión”, el cuento de Julio Cortázar que se abre con estas palabras: “Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco de tabaco que se conservaba seco”. “Reunión” rememora lo que Guevara narrara en “Alegría de Pío”. Es interesante advertir de qué manera se articula esta suerte de telaraña literaria: un cuento de Jack London es evocado en un cuento de Ernesto Guevara y a su vez este último texto será la razón de escritura de un cuento de Julio Cortázar. La literatura está íntimamente ligada a la vida del Che.
En Sierra Maestra y en una de las primeras acciones de la guerra de guerrillas, se enfrentará a una disyuntiva feroz: por definitivas razones de peso deberá elegir cargar con la caja de balas o con la caja de medicamentos. No lo duda, deja la caja de medicamentos a un costado del sendero y acomoda en su mochila la caja de balas. Opta por ser soldado antes que médico. Pero no abandona su condición de escritor. Los libros también son objetos pesados, algunos por su contenido; todos por su continente. Sin embargo, desde los primeros días en Sierra Maestra hasta los últimos en Quebrada del Yuro, nunca se desprenderá de ellos: en una de las fotos tomadas en Bolivia se lo puede ver leyendo, encaramado a la rama de un árbol. Régis Debray, testigo de aquellos días, cuenta que “se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor”.
Para el Che, los libros son objetos de primera necesidad. Cuando el 8 de octubre de 1967 cae en manos de las tropas mercenarias, se encuentra en condiciones atroces: viste harapos y anda descalzo, pero atado a su cintura, junto a las pocas municiones, carga su diario de campaña. Era necesario escribir, construir un relato. Y a la hora de elegir un guía y maestro opta por un poeta mayor. El 28 de enero de 1960, pocos días después del triunfo revolucionario, escribe: “Martí fue el mentor directo de nuestra revolución, el hombre a cuya palabra había que recurrir siempre para dar la interpretación justa de los fenómenos históricos que estábamos viviendo porque José Martí es mucho más que cubano: es americano; pertenece a todos los veinte países de nuestro continente. Cúmplenos a nosotros haber tenido el honor de hacer vivas las palabras de José Martí en su patria, en el lugar donde nació”. El mentor de la Revolución Cubana será su propio mentor. Estas frases que pertenecen a Martí, bien podrían salir de los labios del Che: “Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales”.
En el prólogo a Pasajes de la guerra revolucionaria, Roberto Fernández Retamar cita a José Martí: “El arte de escribir, ¿no es reducir?, hay tanto que decir, que ha de decirse con el menor número de palabras posible; eso sí, que cada palabra lleve ala y color”. Ernesto Guevara sabe darle ala y color a su escritura. En el citado libro, leemos: “La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en medio de la desolación”.
A Fidel Castro las narraciones de la guerra del Che le parecen insuperables. Fernández Retamar lo confirma: “Felizmente –dice– para nosotros, será no sólo una de las figuras más deslumbrantes de la hazaña iniciada entonces, sino también su primer cronista (…) En Pasajes de la guerra revolucionaria no son consideraciones intelectuales las únicas que mueven al Che a escribirlo –a escribirlo, por otra parte, en esa magnífica prosa suya, seca y coloquial–. Es también el artista quien lo escribe”.
“Estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber”, escribe Martí en 1895, y el 19 de mayo muere, luchando por la libertad de Cuba, en el combate de Boca de Dos Ríos. Tiene sólo 42 años.
“En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté”, escribe el Che en su última carta a Fidel Castro, y el 9 de octubre de 1967 muere asesinado en Bolivia. Tiene sólo 39 años.
Casi dos décadas antes, en una carta que le escribiera a Ernesto Sabato, Guevara, que aún no era el Che, confesaba haber leído Uno y el universo y señalaba que “en aquel tiempo yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar”. Por aquellos días tal vez ignoraba que ese máximo título se sumaría, con justicia, a todos los otros que definitivamente iba a lograr
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