Hay un pensamiento que dice así: Yo espero mucho del tiempo. El tiempo. Yo espero mucho del tiempo. Su inmenso vientre contiene más esperanzas que sucesos pasados.Ese pensamiento de Simón Bolívar podría resumirse en eso, en la frase inicial. Yo espero mucho del tiempo.
Yo creo que nunca, nunca, jamás perdí ni perderé mi amor y mis raíces y mi presencia física en este pueblo que está aquí. Sabaneta.
El recuerdo así más lejano que yo tengo de mi padre: un hombre muy joven que llegaba en una bicicleta y además venía rápido y cuando iba llegando a la casa sacaba una pierna por encima y se venía en una sola. Frenaba ahí y ¡ras!, ponía la bicicleta. Mi padre ha sido un hombre muy enérgico toda la vida, yo lo admiraba y lo admiro muchísimo como mi padre. Es afrodescendiente, negro. Mi madre catira, catira pelo amarillo, llanera de nacencia y crianza como se dice. Entonces mi padre llegaba y uno salía corriendo. ¡Papá, papá que me trajiste! Bueno y recuerdo el abrazo, me agarraba y me lanzaba arriba y me agarraba duro. Un hombre fuerte mi padre.
Yo tenía tres mamás: la mamá Elena que me parió, la mamá Rosa, la abuela y la mamá Sara, Sara Moreno, nunca la voy a olvidar. Era una mujer muy linda que vivía frente a la casa vieja en la calle que hoy se llama Antonio María Bayón en Sabaneta y ahí llegó Sara Moreno de no sé dónde. Y yo recuerdo que era muy linda y yo decía que era mi mamá también, que yo tenía tres mamás. Y yo recuerdo que Sara Moreno todos los días me preparaba una taza bien grande de avena antes de ir a la escuela y nunca dejaba yo de pasar por casa de Sara a tomarme mi taza de avena.
Era muy joven y era muy linda saben. Ella tenía un marido que llegaba por las noches, y yo creo que me enamoré de Sara porque yo la celaba del marido. Nunca le dije a nadie esto, estoy confesándolo por primera vez en mi vida y yo era un niño. Pero ella me amurruñaba y me dormía y me hacía comida. Sara Moreno era mi tercera mamá.
Mi madre una fortaleza siempre, mi madre ella es llena de amor, trabajadora incansable, también maestra. Luego fíjense, ella siguiendo el ejemplo de mi padre siguió haciendo unos cursos. Mi padre seguramente la motivó y luego se graduó de maestra, luego, cuando ya nos había parido a todos nosotros.
Yo recuerdo haber ido a ver a mi madre en un salón de clase, dando clase, enseñando. Ella sobre todo alfabetizaba, se dedicó a la educación de adultos y hasta me gustaba mucho ayudarla en eso. Yo participé junto a mi madre en la alfabetización por allá por los años 60, ella era mi guía con un libro que se llamaba Abajo Cadenas: ala, pala, tapara, maraca … Así que mi madre me enseñó a enseñar a otros. Cosa bonita esa.
Bueno, yo me puse a dibujar, yo estudiaba pintura y ya estaba aprendiendo a pintar rostros y yo pinté la cara de El Látigo Chávez y lo pegue ahí, al lado de mi cama. Inventé una oración que me nació y yo todas las noches rezaba y al final del Padre Nuestro que estás en los cielos, yo decía: “Diosito santo ayúdame, Látigo Chávez donde estés te juro que yo voy a ser como tú.” Y aquello se convirtió en un motor inmenso que me movió, yo movía cielo y tierra porque yo quería ser como El Látigo Chávez.
Entonces comenzaron a ocurrir muchas cosas, producto de la voluntad que despertó del dolor, del dolor. Yo entonces comencé a acercarme por las tardes después que salía de clase, en vez de irme a jugar chapita o la pelota de goma frente al liceo, que no me iba a llevar a ninguna parte, yo me iba al estadio La Carolina. Y mi padre me dijo: “¿Hugo qué carrera universitaria vas a estudiar?”. Yo le dije: “Me gusta ingeniería papá.” “Bueno vamos a hablar allá en Mérida.”
Mi padre y mi madre … Siempre la educación, la educación, el ejemplo. Y dijo “Bueno, vamos a buscarte cupo allá, vamos a hablar con Ángel Chávez”, un tío nuestro que era profesor de la ULA.
Y yo por dentro, ¿Mérida? En Mérida no juegan béisbol. Allá es fútbol. No Dios mío, yo para Mérida no voy. ¿Y saben lo que hice? Un día llegó, nunca se me olvida, un oficial al liceo a dar una conferencia, la escuela militar. Nos llevaron a todos obligados. Yo no quería porque incluso uno veía a los militares así, desde lejos.
Bueno en resumen, el 8 de agosto de 1971 entro a la Escuela Militar, ya entonces Academia Militar, en un grupo de 375 muchachos, incluyendo unos extranjeros, un grupo de panameños, dominicanos también, un grupo de muchachos.
Pero lo mío era jugar béisbol, yo estaba era pendiente de cuándo comenzábamos a jugar béisbol y comenzamos al poco tiempo a jugar béisbol. Y nuestro manager era José Antonio Casanova, una leyenda, una leyenda. Fue manager del Caracas durante muchos años, short stop de grandes ligas, de los campeones mundiales del 41. Y el entrenador de picheo y bateo era Benítez Redondo, Héctor Benítez Redondo, un zurdo también de grandes ligas, otra estrella más de los años 40, 50. Eran nuestros entrenadores.
Yo dije: Ya está. Ésta es la mía, cuando estos hombres me conozcan bien yo por ahí busco el camino, para hacer contacto con los profesionales y todo eso pues. Yo lo veía facilito.
Ah, pero entonces me conseguí uniformado, un fusil, un polígono, el orden cerrado, las marchas, los trotes mañaneros, el estudio de la ciencia militar, de las ciencias generales también. Pero en fin, me gustó, me gustó el patio y me gustó Bolívar que estaba allá al fondo. Y el pensamiento grande allá: El que abandona todo por ser útil a su país, no pierde nada y gana todo cuanto le consagra.
Me sentí como pez en el agua. Como que descubrí entonces la esencia o parte de la esencia de la vida, mi vocación verdadera. Y poco a poco se fue como transfigurando el sueño.
Llegamos al 8 de noviembre y ese día dejamos de ser aspirantes a cadetes para transformarnos en cadetes. Por primera vez vestimos de azul, por primera vez los guantes blancos y vino el General Osorio, nuestro director, y nos dio la daga de cadete, el arma pues. Y entonces, permiso por 2 días porque en esos 3 meses uno no podía salir, un poco para pagar una deuda que yo sentía que estaba adquiriendo, para cancelarla, algo así, era el espíritu que me obligaba.
Yo me fui caminando desde El Valle, Conejo Blanco. Primero pregunté cómo llegar al Cementerio General del Sur porque yo leí entonces que ahí enterraron a El Látigo Chávez. Yo iba porque tenía por dentro un nudo, como una deuda que se vino formando, el juramento aquel, la oración aquella, yo la estaba olvidando. Y ahora quería ser soldado, me sentía soldado y yo me sentía mal por eso. Así que llegué a la tumba, vi la cripta, Isaías Látigo Chávez, murió un 16 de marzo de 1969. Pero sobre todo, además de rezar yo fui a pedir perdón. Me puse a hablar con la tumba, con el espíritu que rodeaba todo aquello. A hablar conmigo mismo, es decir, estaba como diciendo: Perdón, perdón Isaías. Ya yo no voy a seguir ese camino. Ahora soy soldado. Y cuando salí del cementerio yo estaba como liberado.
Yo formé parte y formo parte de esa primera oleada de muchachos que entramos a la Academia Militar, la vieja Escuela Militar convertida en academia a nivel universitario. Veníamos ya con la secundaria aprobada. Por primera vez en la historia militar venezolana ingresan a la Academia Militar muchachos bachilleres y comenzamos a formarnos entonces para ser Licenciados en Ciencias Militares, de rango universitario.
Pero más allá de todo lo que yo pude haber aprendido de filosofía, de la guerra, de historia económica, de historia militar, de geopolítica, estrategia y táctica, todas esas enseñanzas, hasta la ciencia militar, lo más profundo que yo aprendí en esa queridísima Academia Militar fue a amar profunda e infinitamente a mi patria. Y no sólo a amarla por decirlo, sino que aprendí realmente a amarla.
Cuando juré el 07 de julio de 1975 con mi sable de subteniente en el patio de honor de la Academia Militar, cuando yo saqué mi sable para jurar, juré en firme y juré en serio: “Jura usted delante de Dios y la bandera , defender la patria hasta perder la vida”. No sólo defenderla digo yo, amarla. Porque para defenderla hasta perder la vida necesario es amarla. El que no ame esta patria … La Patria es, en primer lugar como dice Alí Primera, el hombre, el ser humano.
Hace 400 años que mi patria está preñada -decía Alí Primera – ¿quién la ayudará a parir pa’ que se ponga bonita. Hay que amarla, hay que sentirla, hay que adorarla para poder defenderla. Entonces, yo juré ese 7 de julio de 1975 salir con aquel sable a defender esta patria, amándola y para defenderla dar incluso la vida.
Eran dos abuelos. Uno más perdido en el tiempo, un Chávez. Algunos decían que era maluco porque dejó la mujer y se fue detrás del Cabo Zamora y uno no entendía. A veces uno incluso pensaba: Oye mi abuelo era un maluco, el abuelo ese Chávez, se fue con Zamora y más nunca volvió, y dejó a la mujer y los hijos pequeños.
Yo me imagino que el abuelo Chávez que quién sabe en qué camino se quedó tirado pudiera ser uno de los que enterró a Zamora. El otro recuerdo que brota especialmente por aquí, así como brotan esos montes con la lluvia, es el recuerdo del otro abuelo. Ese es mucho más cercano, es tan cercano que uno lo siente por ahí, tan cercano que parece que rebrota. Es el de Maisanta, el último hombre a caballo.
Uno por el lado de los Chávez, de mi padre, de mi abuela, mucho más difuso y lejano, que se fue detrás de Zamora, es decir, detrás de la patria, detrás del sueño. Otro más cercano aquí, mucho más cerca que lo siento, Pedro Pérez Delgado, el último hombre a caballo, que se fue detrás del sueño, que no era un maluco ni era un asesino. Dejó a mi abuelo pequeño con Claudina y al tío Rafael. Pero no porque era maluco saben. ¡Qué va! No porque era asesino. Era un soldado revolucionario y se fue igual detrás del sueño.
Y hoy no tengo ningún temor. No tuve dos abuelos malucos. Tuve dos abuelos revolucionarios. Y me ha tocado lo mío también saben. De esos abuelos he tenido una herencia, porque esta vida que uno ha seguido ha pasado por tantas cosas, pero dentro de ella una, me imagino la misma situación por la que pasó aquel Chávez detrás del Cabo Zamora por los caminos de La Marqueseña. Y aquel Pedro Pérez Delgado, el bisabuelo que se fue por las sabanas de Apure, alzao contra Gómez.
Me imagino lo que sintieron ellos cuando dejaron a la mujer y a los muchachos chiquitos, y el rancho, y el ganado, y el perro, y el gato, y el chinchorro, y el café por la mañana. El nido pues, lo dejaron y más nunca volvieron.
Digo que a mí me tocó lo mío porque yo nunca voy a olvidar aquella noche.
Era febrero. Había cielos claros, el verano no había llegado. Y era 1992 y después de un camino medio largo ya, me tocó lo mío. Me tocó igual una madrugada llegarle a la mujer, a la negra Nancy a decirle: Negra me voy, no sé si vuelva. Y lo más duro, no se lo deseo a nadie saben. Abrir la puerta del cuarto de los muchachos y mirarlos allí, a la Rosa Virginia, tenía 12 años, con sus pelo churruscado, dormidita, arropadita. Y a la María Gabriela con su pelo de india y su cara de india, es india, tenía 9, arropadita, con un ventilador que daba vueltas. Y allá, en la esquina de allá, Huguito, el catire gordo, seguro estaban soñando. Huguito tenía 7 años.
Despedirse de los hijos, darles un beso y con cuidado para que no despertaran darles la bendición a la una, a la otra y al otro y adiós. No sé si vuelva.
Me tocó lo mío también, los dejé chiquitos pero no por maluco, por patriota. Detrás de la misma bandera de aquel Bolívar, de aquel Zamora, de aquel Chávez y de aquel Maisanta, me tocó lo mío también.
Yo recuerdo la cárcel como una escuela y aunque hubo momentos dolorosos, para mí no fue un dolor la cárcel aunque tuvo muchos dolores, pero esos dolores fueron absorbidos por el amor, por la fe, por el optimismo, por el trabajo, un trabajo permanente.
Ahora, ¿cuál fue un momento doloroso? Los primeros días fueron muy dolorosos y ahí hubo varias etapas. Recuerdo que los primeros días fueron en una soledad terrible, en una celda en un sótano muy frío porque tenía aire acondicionado todo el día y uno no sabía qué hora era. Más o menos uno calculaba que hora era por la hora que llegaba la comida. Pero no había reloj, no había tiempo, no había espacio. Yo me sentía como muerto los primeros días, las primeras horas. Era como un sepulcro aquello. Bueno entonces esos días fueron muy dolorosos; la ausencia de los hijos, los viejos, la mujer, la soledad, era como una muerte. Yo me sentía como muerto.
Pero uno fue como resucitando poco a poco. Recuerdo que llegó un sacerdote como al segundo, tercer día, con su sotana blanca. Era el sacerdote de ahí de la prisión militar esa. Había una cámara filmando ahí y él sabía, así que muy hábilmente él se puso de espalda y me dijo algunas cosas muy suavecito. Entre otras cosas me hizo saber que allá afuera había una ola, una ola de amor, un fuego divino me dijo. Ese sacerdote murió ya. Era el Padre Torres, nunca lo voy a olvidar porque él me dijo allá afuera hay un fuego divino, un amor que se desató muy grande.
Y entonces me recitó de la Biblia y me lo dejó anotado en un papelito: Maquina el impío contra el justo, tensa su arco, apunta la flecha, el arco se le partirá y la flecha se le clavará en su propio corazón.
Nunca me sentí preso en verdad, desesperado por salir de allí. No. Yo incluso estaba preparado para estar allí 20 años si había que estarlo. ¿Cuál es el problema?, decía yo. Porque asumía aquello como una etapa necesaria, me interesaba jugar un papel dentro de un proceso.
Pero yo sí estaba claro que había que empujar el viento, que había que empujar el sol, como canta el poeta. Que había que precisar mejor la ideología, que había que sembrar consciencia. En la cárcel me grabé la consigna de Samuel Robinson, Simón Rodríguez, aquella que dice: La fuerza material está en la masa y la fuerza moral en el movimiento de la masa. Y a mí se me ocurrió agregarle una tercera consigna: y la fuerza transformadora está en la masa consciente en movimiento acelerado.
Yo creo que había que pasar por la cárcel y yo no la recuerdo con dolor. Yo la recuerdo más bien a esa cárcel como un sitio donde Dios nos permitió, y a mí en lo personal, me permitió acerar el alma, fortalecer la consciencia, el espíritu, fortalecer la ideología bolivariana a través del estudio, la discusión, entrar en contacto con múltiples corrientes políticas del país.
Así que cuando pasaron 2 años, 2 meses y unos días y yo salí de aquella cárcel recuerdo que miré el sol ahí, en los monolitos en el Fuerte Tiuna, en Los Próceres.
Yo salí potenciado en todos los sentidos. Vencí los dolores, vencí los sinsabores y hoy más bien lo que hago es darle gracias a Dios por haberme permitido pasar en este camino un poco más de 2 años en una cárcel que fue una escuela, porque fue una cárcel de consciencia, de dignidad.
Yo le decía a aquellos amigos que una vez fueron a visitarme en prisión, les decía: Miren, si es que Chávez se convirtió en un mito yo quiero ayudar a destruir ese mito. Porque al país no le hace falta un mito, una leyenda. Al país le hace falta una revolución y las revoluciones no se hacen con mitos ni con leyendas.
Hace poco me llegó otro sueño, como la lluvia porque así llegan los sueños, como la lluvia. Así me llegó el de ser pintor de aquel libro. Así me llegó el sueño de ser El Látigo Chávez, me llegó de ráfaga un domingo, nunca lo voy a olvidar. Y luego me llegó el de ser soldado, también como la lluvia.
Y ahora me llegó un sueño y me llegó por allá en la esquina de un pueblo, hace poco. Íbamos después de un acto donde había mucha gente. Yo quería descansar por allá a la orilla del mar. Era en Margarita exactamente. Y entonces vamos ya cayendo el sol, íbamos cruzando una esquina para ir a un sitio a descansar un rato, íbamos sin caravana, una camioneta cualquiera. Y yo entro mirando, mirando, mirando cada esquina, mirando cada casa, tratando de mirar todo. Y de repente le digo al muchacho, al compañero que maneja ¡párate aquí!, porque vi unos niños jugando a la pelota de goma y además dije que bueno que además están unas niñas también jugando, la igualdad. Una niñas dándole y corrían más duro. Y entonces, en una silla, un anciano con el pelo blanco mirando a los niños jugar a la pelota y con una niña en las piernas. Y yo dije, ya está, ese soy yo. Éste es el último sueño.
Transcrito del documental: “Los sueños llegan como la lluvia”
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