Y votamos…
Llegó por fin el 7 de octubre. Llegó con la diana despertando a un pueblo que está despierto. Voté tempranito en Margarita, adonde había regresado después de cinco semanas de ausencia. Cinco semanas y faltaba un día más… Volé a Caracas, pues era en Caracas, en el Balcón del Pueblo que siempre me toca mirar en la pantalla de la tele, junto a mis compañeros de estos últimos y ajetreados días, ahí tenía que terminar estas crónicas que no estarían completas sin ellos; mis compañeros que se convierten en amigos que se convierten en hermanos a punta de compartir trabajo, corre y corres, agua, caramelos, entusiasmo, gozadera, sueños y ese amor inmenso que nos mueve, culpechávez.
Llegué a Miraflores a media tarde, luego de haber caminado por Caracas, luego de haber visto a la gente votando masivamente, en orden, en paz… llegué a Miraflores sabiendo que ya no volvería por la mañana. Llegué con una sonrisa que escondía un puchero y unas lagrimitas. Llegué saludando a todos con ganas de estrujarlos con abrazos, entonces supe que los quería mucho y de inmediato, aún en presencia de ellos, los empecé a extrañar muerta de nostalgia anticipada. Definitivamente, Miraflores era el mejor lugar para esperar la Victoria Perfecta que ya se estaba gestando.
La tarde se hacía larga. Mientras, la gente se iba congregando alrededor del Palacio, con sus pitos, trompetas, tambores, con la misma música que nos había acompañado durante los últimos meses, con las canciones que nos sabíamos de memoria y que no podíamos dejar de cantar. ¡Dios mío, que no se quede nadie sin votar!, rezaba yo al son de la música…
Ya no me quedaban uñas que comer. No soy buena esperando y menos si lo que espero es el destino de mi Patria, de mi pueblo… El destino de todo el continente que esperaba, quizá, comiéndose las uñas como me las comía yo.
Los compañeros nos mirábamos en esas largas horas de espera. Hacíamos bromas como para matar el tiempo, mirábamos por la ventana a la gente que no paraba de llegar esperando poder celebrar la victoria con el Presidente en el Balcón donde celebramos todas las victorias.
Cerca de las diez de la noche habló Tibisay Lucena, presidenta del Concejo Nacional Electoral. Daba las gracias al pueblo por su civismo, a las Fuerza Armada por su apoyo, a los miembros de mesa, a los testigos, a los acompañantes internacionales, y estoy segura de que toda Venezuela decía: «¡Ya, Tibisay, dinos de una vez los resultados!». Y los dijo… Un grito colectivo retumbó devolviéndonos el alma al cuerpo, un grito que normalizó a mi corazón alborotado en el pecho: ¡Ganamooooooos!
Abrazos, lágrimas de alegría, más abrazos, risas, aplausos, «¡viva Chávez!», más abrazos que se niegan a terminar. Y ahora sí, a bailar desatados, a cantar con más motivos que nunca «¡Chávez corazón del pueblooooooo oh!»…
Bajamos al Balcón del Pueblo a esperar a nuestro Presidente. Vi a la gente en las puertas del Palacio y éstas se abrieron dejándoles entrar. Tantísima gente que casi no cabía. Ondeaban banderas de todos los tamaños, y entre tantas pude ver una bandera de Evita con Perón… Era una celebración de la Patria Grande, la más grande celebración.
Entonces salió mi Presi al Balcón. Ahí estaba, como lo queríamos, al frente, otra vez, y por los próximos seis años. Él de nuestra mano, nosotros de la suya… «Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó…». Las letras del Himno Nacional tenían tanto sentido… Cantar el Himno era cantarnos a nosotros mismos.
Mi Presi, en nuestro Balcón, donde debe estar, donde queremos que esté.
Yo lo veía, ahora de más lejos, luego de haber pasado cinco semanas tan cerquita de él. Lo veía despidiéndome de esos momentos tan intensos, tan inmensamente grandes para una mamá que, escribiendo desde la cocina de su casa, nunca se atrevió a soñar —por imposible— ese sueño tan bonito de poder correr como una loca detrás de mi Presi, tratando de llevarle el ritmo a sus pasos calzados en unos nada presuntuosos, de color indefinido, color de tiempo y caminos. Zapatos con historia: la de mi Presi… Nuestra historia.
«¡Hasta la victoria siempre!», dijo él. «¡Viviremos y venceremos!», le aseguramos. El 7 de octubre terminaba como tenía que terminar: con la Victoria Perfecta a la que nos habíamos comprometido.
Era 8 de octubre cuando caminaba hacia la salida del Palacio. Ahí, en un patio, me despedí de mi amigo Ornelas con un abrazo apretado, y luego Escalona, como para matarme de ganas de llorar, se cuadró delante de mí, como si yo fuera también un soldado, mientras yo, señora —civilmente— traté de saludarlo de la misma manera, quedando como una comiquita.
Yo siempre pensé que el día que pudiera decirle algo a mi Presi le diría un millón de cosas. Ahora, a punto de partir, quise aprovechar a Ornelas y Escalona para mandarle un mensaje. Entonces supe que solo tenía que decirle una palabra: ¡Gracias! «Díganle a mi Presi que gracias»
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