“La lucha contra nuestras propias debilidades (...) cualquiera sean las dificultades creadas por el enemigo, esta lucha contra nosotros mismos es la más difícil, tanto en el presente como en el futuro de nuestros pueblos” - Amílcar Cabral, La Habana, 1966.
Internet y el ciberespacio se han vuelto en muy poco tiempo –25 años– un nuevo espacio estratégico en el cual tiene lugar una nueva competición entre potencias y por la generación de riqueza. En el terreno geopolítico, esta “sed” de potencia se va intensificando en el actual periodo de reconfiguración global. Muchos Estados, con más agilidad que los bloques regionales, buscan consolidar su seguridad y ampliar las bases de su potencia. Para entender esto, es útil recordar lo que formalizó John Mearsheimer con la idea de realismo ofensivo en las relaciones internacionales: a mayor anarquía del escenario internacional, mayor preocupación de los grandes Estados por su seguridad y mayor carrera por la hegemonía y la potencia. Si bien existen potencias hegemónicas, y si la globalización ha generado niveles inéditos de concentración de riqueza (facilitada entre otros factores por la revolución informacional), no quita que el escenario global sigue siendo profundamente interdependiente y anárquico, sin disponer de un poder supranacional capaz de fijar nuevas reglas del juego. El sociólogo Zygmunt Bauman resume muy bien este escenario con la fórmula: “hay una política local sin poder y un poder global sin política”.
La preocupación actual por recobrar seguridad y potencia se propaga de forma contradictoria y muchas veces brutal, en el telón de fondo de una dispersión del poder global y de un mercado desenfrenado luego del fin de la Guerra Fría, y más recientemente endurecido luego de la crisis financiera del 2008. El retorno de Asia –luego de tres siglos– al centro de gravedad geopolítica es también un dato central del contexto. Estos movimientos de fondo no son separables de las disputas que se dan en torno a Internet. La presencia de Asia, por ejemplo, se refleja muy bien en las actuales potencias ciberindustriales (por orden de potencia1): Estados Unidos, China, Corea del Sur, Taiwan, Singapur e Israel, después India, y más lejos Rusia, la Unión Europea y Japón. Los Estados Unidos, actual potencia hegemónica del octavo continente2, decidieron pasar estratégicamente en los años 2000 de un manejo de las tecnologías soberanas a una búsqueda de control y supremacía mundial sobre estas tecnologías. Edward Snowden permitió abrir una primera ventana sobre esta realidad.
En una línea similar, la OTAN organizó en 2010 la primera cumbre sobre los “comunes estratégicos”, incluyendo naturalmente Internet y el espacio digital, mientras van emergiendo doctrinas nacionales de ciberestrategias alrededor de todo el planeta. A nivel suramericano, el MERCOSUR y la UNASUR crearon formalmente instancias de trabajo sobre el tema de la ciberseguridad. En el plano de la economía, cabe recordar que, al concentrar, multiplicar y transferir la riqueza según una nueva modalidad en red, Internet se ha vuelto el primer vector de crecimiento y productividad en las economías avanzadas. En el top 10 de las empresas mundiales, que hace diez años eran sobre todo petroleras, hoy seis de ellas pertenecen al sector de las nuevas tecnologías de la información. Una de ellas es china.
Internet como teatro de conflicto
Este pantallazo de ejemplos ilustra cómo Internet ha transitado de una primera estructura libertaria e innovadora, a un teatro de conflicto y un reto geopolítico, donde los actores tradicionales –no solamente los grandes– afirman su voluntad de soberanía y su pretensión imperial. Si miramos históricamente las etapas de emergencia de los primeros comunes globales –tales como la alta mar y el espacio atmosférico–, la rivalidad entre las potencias se expresó fundamentalmente a través de los conflictos y de la voluntad de expandir su poder en estos espacios, dando lugar paso a paso, a normas y sanciones internacionales. El mismo rumbo parece trascender en Internet. Pero las modalidades de confrontación, de ocupación de su espacio y la densidad de los actores lo vuelven también muy distinto a los comunes globales que acabamos de mencionar. Por eso, es clave actualizar el marco de análisis acerca de cómo las redes digitales alteran o generan nuevos “cortocircuitos” en la arquitectura del poder, en particular a nivel de la soberanía y la dependencia.
Como fuerza vinculante y espacio transnacional de intercambio, Internet es por definición un creador de interdependencia y un perturbador del mosaico fragmentado de soberanías nacionales. En efecto, la soberanía tradicional, entendida como el manejo del destino colectivo y de un territorio por su Estado y su propia población, hoy se yuxtapone con un efecto contrario de dependencia extraterritorial, el cual opera una suerte de trueque de soberanías a cambio de garantías de protección o de integración en el juego de la globalización. Este doble mecanismo es visible, por ejemplo, a nivel de las instituciones financieras internacionales cuando condicionan los préstamos financieros a un ajuste estructural, que termina muchas veces en una cesión de soberanía política. Algo semejante y más sutil ocurre también en el sistema monetario internacional, basado en el dólar a raíz de los acuerdos de Bretton Woods. Implica subsidiar una moneda de intercambio internacional en beneficio de una potencia centralizadora de la función monetaria que va aspirando la capacidad financiera de varios países en desarrollo.
Pero una forma más avanzada de esta transferencia de soberanía se da en el ámbito cibernético, debido a su carácter virtual, descentralizado y multidimensional. En la arquitectura en “capas” de Internet, conviven de forma íntima y virtuosa la riqueza cognitiva traída por la multitud conectada, junto con una lógica estructural de transferencias de soberanía y recursos que se realiza en niveles poco o no perceptibles para los internautas. En el plano cognitivo, los usuarios potencian su libertad y su capacidad informacional gracias a los efectos de la red. En otro plano, es decir el plano de los datos, del código y de la infraestructura, las prácticas individuales y colectivas habilitan una monetización de los datos digitales, la monopolización de las infraestructuras y los servicios informáticos, alimentando así una profunda asimetría de capacidades informacionales, de control y de vigilancia masiva al beneficio de las potencias digitales.
Estas realidades duales y totalmente imbricadas conviven hoy y dominan en el ciberespacio, sin necesidad de coerción, ni sistema de medición o regulación que permita poner un freno a la transferencia programada de soberanías digitales (y de capacidades estratégicas). Para “llamar a las cosas por su nombre”, como diría Rosa Luxemburg: se trata de una suerte de neofeudalismo, de nuevo imperialismo de interpenetración aplicado a la esfera informacional, cuyos efectos monopólicos se ven aumentados exponencialmente por las características de la red. En el plano organizacional, este fenómeno no es separable de la asociación orgánica entre los Estados industriales y su extensión extraterritorial a través de las empresas transnacionales. En este período de intensificación de las rivalidades geopolíticas, la prioridad está puesta claramente en aumentar su potencia por encima de los referenciales de derechos humanos u otras cuestiones sociales. Estos últimos aspectos explican también el rápido ascenso de Asia y China en el ciberespacio.
La disputa por soberanía
En este marco, la palabra soberanía carga tal vez el mayor sentido a la hora de disputar una Internet al servicio de un proyecto político regional y de los intereses públicos. ¿Qué implica recuperar o construir soberanía en el espacio digital? En primer lugar, actualizar la mirada conceptual y dimensionar la profundidad estratégica que recubre el ciberespacio en la agenda política. Este salto cualitativo de conciencia ha sido muy plebiscitado en el encuentro Diálogos por una Internet ciudadana de Quito en septiembre 2017. Hemos ingresado en una nueva era de Internet que se instaló mucho más rápidamente en la realidad que en nuestras mentes. Varios gobiernos latinoamericanos han emprendido políticas nacionales valiosas en materia educativa e industrial, pero han demostrado insuficiente voluntad para ir más a fondo en este tema en relación con la integración regional (por ejemplo en el caso del anillo de fibra óptica de la UNASUR). Obviamente, es un esfuerzo difícil que no se satisface de compromisos hechos a medias. Para los movimientos sociales y la sociedad civil, esto implica actualizar un nuevo horizonte de lucha en relación con las conquistas anteriores sobre esta temática y con otros frentes de lucha.
En segundo lugar, la situación obliga a consolidar un actor colectivo capaz de promover una agenda de independencia tecnológica en todos los niveles de Internet, asociando los derechos humanos y elementos de ruptura para una transición “poscapitalista”. El arreglo corporativo-estatal que estructura hoy el ciberespacio y la economía digital no es compatible con un paradigma de derechos humanos ni de acceso democrático a los recursos. Si el momento político actual no permite siempre tener gobiernos aliados, un eje a privilegiar tiene que ver con los territorios en resistencia, así como también las alianzas con otros sectores sociales (comunicadores, consumidores, municipios y gobiernos locales, comunidades...). Conocer y acumular las experiencias, que han sido muchas en el continente, es un gran potenciador en pos de ser actor colectivo. Con tanta asimetría, es probable que haya que pensar “pequeño” para ser alternativo. Pero la acción en red que reconfigura actualmente el mundo demuestra también que lo pequeño y lo profundo… pueden convertirse en algo grande.
François Soulard es migrante franco-argentino, comunicador y activista. Coordina actualmente la plataforma de comunicación Dunia.cc y es miembro de la Red de comunicadores del Mercosur y del Foro por una nueva gobernanza mundial.
1Retomando el referencial amplio de Laurent Bloch en «Internet ¿vector de potencia de los Estados Unidos?», 2017.
2Parafraseando al ingeniero nigeriano Philip Emeagwali.
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